Conocidos desde finales del siglo XIX, a principios del XX comenzaron a ser estudiados por los químicos como sustancias para prevenir o retrasar la oxidación de otras moléculas.
Parece paradójico, pues mientras la inmensa mayoría de la vida compleja requiere del oxígeno para su existencia y las reacciones de oxidación son cruciales para los seres vivos, al mismo tiempo este es capaz de dañarlos.
Aunque el 90 por ciento del oxígeno inhalado se consume beneficiosamente en las mitocondrias —elementos constitutivos de las células—, alrededor del dos por ciento se transforma en radicales libres, hoy llamados "especies reactivas de oxígeno".
Normalmente no son más que metabolitos fisiológicos, pero en condiciones desfavorables del hombre en relación con su medio, se convierten en dañinos compuestos al incrementarse en forma considerable, y desaparece el equilibrio existente entre ellos y sus rivales neutralizantes, los antioxidantes corporales.
Los sistemas antioxidantes evitan la formación de estas especies reactivas o las eliminan antes de dañar los componentes vitales de las células.
Los radicales libres son moléculas desequilibradas. Contienen un átomo muy reactivo, base de su toxicidad.
Incluso, pueden conducir a la muerte celular, pues recorren nuestro organismo intentando captar un electrón de las moléculas estables con el fin de lograr su estabilidad electroquímica, desencadenando acciones destructoras de nuestras células.
Estos célibes electrones buscan pareja a como de lugar, incluso a costa de nuestra salud.
El tan mencionado estrés oxidativo, lo que es lo mismo un bajo nivel de antioxidantes en el organismo humano, es perniciosamente permisivo para la acción depredadora de los radicales libres y lo facilitamos con una alimentación falta de balance, la obesidad, el sedentarismo, el humo del cigarro y los contaminantes ambientales, por solo citar algunos ejemplos.
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